
Leí de Caballero Bonald que la poesía tiene un elemento curativo y calmante, y que las palabras, los poemas, descubren un nuevo sentido del mundo. Suscribo totalmente lo dicho por tan excelente poeta, y añadiría, aunque parezca contradictorio, que la poesía es otra realidad donde se juntan ensueño, reflexión y nostalgia. Acabo de terminar la lectura de EL EXILIO VOLUNTARIO del poeta extremeño Fran Ignacio Mendoza, un emotivo paréntesis en esta sociedad mediatizada donde traza con las palabras una órbita brillante. Los poemas son bombillas de luz que encierran melancolía, miedo y también nostalgia. Hay escenas deliciosas como esa mañana en camisón que desciende por la escalera, o ese sabes bien todo lo que te diría, que encierra TODO. Seduce especialmente ’Las horas muertas’. En EL EXILIO VOLUNTARIO está la contemplación del otro mientras se espera, el amante idealizado, la intimidad de los momentos que traen esa sensación de hondura espiritual, instantes que desprenden una pérdida que deberíamos considerar tan normal como nacer o morir. EL EXILIO VOLUNTARIO tiene el nerviosismo de cuando estamos a la espera de que alguien querido llegue.
Todos los días, todos
I
Todos los días de la tierra
abierta en surcos y ventanas.
En las ventanas del día
la luz se tronchaba silente
en los cajones vacíos
y en la papelera llena de testimonios.
Las paredes blancas de la tarde,
en la penumbra que dicta decretos
que empañan de vaho los cristales
acostumbrados al frío y la acritud.
Las blancas mañanas rotas en la cocina
como figuras de yeso contra el suelo;
la mañana en camisón por la escalera desciende
devota misión sin complejos.
Todos los días de la sombra
alelando el sopor bajo la almohada
y la cadena de delicias en papel ceniza
arrastrando el miedo con zapatillas.
De la puesta de las noches
un ratón podrido de la guerra
existe al lado de millones de besos prometidos
que aun detienen en la antesala del consejo.
II
El salón de los espejos recortado
mientras alguien aplaza un juicio
abarrotado de hachas y solapas polvorientas
haciendo subir el termómetro de la codicia.
Todos los martillos de la vida
en una estampa amarillenta
con cielo de mayo de 1960, en Roma
cayendo con fuerza en los tejados.
Casi todos los días de la tierra
marcados con cruces e imágenes súbitas
y por gusanos que mueren siempre a tiempo
sin prisas ni memoria.
Las manos contra la pared y el día
los pantalones caídos a los tobillos
tocando las losas azules y amarillas.
Ascendiendo el frío amarillo y azul.
El muro de las horas del día, cae
para ver al fin, el cielo nítido de las noches
sin abejorros nocturnos en las cejas
Y todos los días, todos.