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El exilio voluntario

El exilio voluntario

 

Penúltima hora

 

 

Anoche, rescatándome de los escombros vividos

las horas se hacían cadentes y sin luz.

Juzgado por un tribunal sin rostros

en las vigas del techo

anduve de arriba abajo, revolviéndolo todo,

buscando entre mis cosas una paz extinguida;

mi cuerpo era una maleta pesada

y las tortugas se habían convertido en mis pies.

Las horas se hacían cascote en la mente.

 

Anoche, aún me sentía con fuerzas,

a pesar del inmenso rompecabezas

que ocupa mi vida desde siempre.

En los salones abandonados

y en la nota de equilibrio olvidada

en un pupitre, en el que no aprendí nada.

 

Las nubes ahorcadas con los cables,

los ojos rebosantes en un estanque sin caricias,

las paredes enajenadas implorando el viejo calor.

Anoche, bizarro, quise gritar con rabia:

la destrucción es sentir más frío que nunca,

es ver arder el decorado…

 

Me froté los ojos con ambas manos,

resignado contra el marco de la puerta.

El hombro ya entumecido cuando despuntó el sol.

Y en la suma de la noche con el día nuevo,

las horas se hacían un flamante colador.

 

 

Crimental

 

…En tu sueño dulce,

te dolía un puente en la cabeza

y lloré.

Caimán adormilado con suspiro de azufre,

te derrumbarás lentamente,

en tu sueño dulce.

 

Lo tengo escrito bajo las losas,

hay un “deja vu” de posibles gallos

en la frontera.

 Te dolía un puente.

Te animé con bosques, para acostumbrarte

al futuro fuego.

Lloramos juntos. Lloré.

 

Tras el hastial convenido,

apartando el vidrio utilizado.

Luego corrí caminos, hastiado,

que gritaban tu nombre con insistencia.

 

Ven, destino mío,

dolor querido mío,

furtiva presión en la sien,

enviciada de viejo vicio

escamada de cielo.

No vengas, destino mío.

Dolo querido mío… ¡Fuera!

 

Dolor usado contra tus venas,

placer ansiado en un momento,

dolor y sangre era tu amor,

y  ningún hombre más bebió tu sangre.

Tu vida, tu sangre…

Desde entonces te busco, te arrastro,

por la pendiente abismal de mi sueño virgen.

De tu crimental.

 

 

El banquillo de los acusados

 

Fue en el banquillo de los acusados,

anexo a la sala donde los búhos,

trafican con heroína y jóvenes.

Allí donde el sol jamás calentara

aquellos muebles que apestaban a desinfectante,

a hortensias secas sobre un diario orinado,

que cuarteaba la sonrisa idiota de la modelo.

(Anunciado dentífrico en la desidia acumulada.)

 

En la mesa contigua, un vaso con azúcar

de un té anterior, y una nota:

-el día que pregunté por “El Castillo” de Kafka,

y me indicaron arsenales sin género-

y entonces recordé, cómo, cuándo, por qué…

 

Los pasos en el pasillo no cesaban.

La luz intermitente del escaparate,

que ilumina los interiores en los films americanos,

me hace volver en sí…Tus ojos.

Anoche vimos algo desde fuera:

como una mujer se comía una rana viva,

encañonada por la nuca,

mientras alguien pedía otro carajillo…

 

Fue en el banquillo de los acusados

en las dependencias de la frontera marroquí,

en una espera lenta y desigual, tus ojos frente a mí…;

el gesto de ofrecerme un trago,

el temblor de tu mano al pasarte la botella;

la inquietud que deshilvanaba una costura.

-No pasará nada-  Dijiste.

 

Luego te llamaron. Temí lo peor.

Dudé de todo, me ensordecían los pasos

para desintegrarse luego en la maraña espaciosa

de  pensamientos sin tino.

No te vi regresar.

Al salir, la barrendera barría la entrada.

 

 

El ansia, la ilusión

 

I

 

El tiempo se come las uñas

en una estación cualquiera,

y las niñas comen chocolatina

sentadas en el retrete.

 

Debo darte un beso al menos.

no puedo quedarme aquí,

donde los días son enormes piedras,

qué cargo frente a todos,

convertido en objeto de estudio o crítica.

 

Los días se ocupan de ser

todo lo ocupados que no son;

mientras quedo inerte y vacío:

manos guardadas del peligro.

 

Comestible es el tiempo como las uñas.

Tiempo cargado de decrépitas sonrisas,

mundo que observa como un solo ojo

con muchas pupilas,

para adorarte, asesinarte,

o meterte gato por liebre,

a la primera de cambio.

 

Debo darte un beso al menos;

debes saber que no estoy sujeto,

ni que me como las palabras en otro idioma,

como el tiempo se come las uñas todo el día.

 

 

El ansia, la ilusión

 

   II

 

Quiero un mar de tiempo.

Quiero un mar de tiempo para saciarme,

lentamente un beso, otro beso,

como susurro que arde en tu oído,

como deseo fugaz, toscamente.

 

Debo ir a ocultarte mi miedo,

y estrangular las sombras impotentes

que amanecen sobre los cuerpos,

en las bajas horas.

 

Quiero olvidar las niñas homicidas,

los murciélagos sangrientos,

los pensamientos infectos de alcohol,

que te restriegan luego, en los labios,

el cieno putrefacto de la noche.

 

Pero el tiempo se nutre de uñas,

y nos obliga a permanecer en ayuno,

estar insomnes en la casa sin calor,

invirtiendo el miedo en fe.

 

Largas noches que te rondo,

en la vigilia densa de tu alcoba,

cuando me sorprende el alba,

en el orgasmo puro y final

de haberte respirado, muy cerca.

 

Quiero un mar para demostrártelo,

un mar de tiempo y deseo.

Sin juramentos pueriles

que idealizan vanos sueños.

 

 

Con motivo de un recuerdo volátil

 

Un recorte de papel, llega con el vuelo diáfano

y momentáneo de la ventisca que los campos roza.

El campo de vides

son los puños cerrados de azabache

que aplastaran las costillas de los amados,

lejos de Alejandría.

 

Carbón quemándose entre los olivos,

mientras el éxodo persigue

nuestros cuerpos condenados

a la espera,

cerca de la fábrica de mármol.

 

En el estadio, el corazón anónimo

sin las manos quedas y concernidas,

arrodillada la inflexión sobre espinas,

para disipar el dolor compungido,

impregnado de naftalina para los recuerdos.

 

El recuerdo que acaricia cruel,

hincando, delicado el punzón,

sobre el deseo oculto,

castigo para la ambición,

con una fría gasa cubierta de alfileres,

que estando herido, ceñirías sobre el pecho.

 

Mi miembro,

 arrancado por un haz de luz mortecina,

disparado por un farol de la calle,

que entre las sombras rígidas y posadas,

entraba por la ventana,

afilándose…

 

 

A tales modos

 

 

Con desinterés propuse tales esculturas,

un día por azar, dispuesto a cubrir el vacío del cielo,

y cernir, la rutina que desnivelaba la balanza.

Dispuesto a ensalzar erectas decisiones,

y no decaimientos solemnes, en plena soledad.

 

Circunferencias nostálgicas expuestas,

panteones de acero, voluptuosidad de barro.

La edad plastificada de las modelos,

la sangre vertida en un ascensor averiado.

Y entonces acudían los oradores.

y se convenían las obras maestras…

 

Docenas de veces, preferí hoteles solitarios,

donde esconder las manos cómplices,

entre el polvo y lo impersonal.

Con el miedo de puntillas en el dorso,

absorto en la misma página de un diario,

en una terraza llena de ortigas,

y viejas cupletistas desafinando en una cafetería.

 

Con desinterés, me fui marchando,

refugiado tras una especie de sonrisa,

levantándome el  cuello del abrigo y receloso;

atrás quedaba el sometimiento anterior,

 la castración sometida,

el saludo cortés, la comedia y el esperpento.

Y todo lo que después es nada.

 

Exit.

 

 

Reducción

 

 

Hay malas conexiones con estas ideas lanzadas,

que me han ido reduciendo en polvo.

Estrellas distantes colgándose de mis orejas

 sintiendo el peso de la falta de tiempo.

 

Me había ido con mis dedos rozando

la pared fría y blanca del pasillo interminable,

por donde un pasadizo daba al abismo.

A mi costado los metales decían…;

me dolían los vacíos y los barcos hundidos,

las pasiones descargadas y los párpados,

la puerta al abrirla y la luz al apagarla.

 

Oigo música a intervalos,

 con goteras calando la mente,

y en el otro extremo de la avenida hay un agujero

en la sien sin luna,

por donde se asoman los guardianes del mundo,

con túnicas siempre sudadas.

 

Me había ido orinando en los pantalones,

acojonado por el terrible silencio.

 

 

 

En el comedor

 

De reojo,

desde la ventana trasera me miraste.

Sardina, cuchara y tensión,

saltaron del plato,

manchando mi manga izquierda.

-Eran las ocho hace un instante-

 

El zigzag de cielo que veo es la incitación,

a través de los bloques hueso-cariado.

Me llega tu pensamiento por la espalda,

proyectado en mi hombro.

Cuando la botella absorbe su sombra,

como tú haces con tu vida a veces,

sin anunciarte, sin perdonarme.

Mientras yo,

 trazo estos esbozos de sensaciones,

para mostrártelo, tal vez, si confío…

 

Bajé la mirada,

recogí mis ojos del poso de la taza,

y tu ausencia, de pronto, más pálida que nunca,

desde atrás, me observaba.

-Son las ocho en punto-

 

 

Fieles días

 

Eso supe ayer, lo supe ayer.

Pero ahora e incluso nunca:

eso nunca sabré.

De pasado de consumación exhibida.

De.

Cartas salmones,

evocaciones deformes

sobre cualquier mesa,

volando la ceniza,

hacia la ventana entreabierta,

 

Solsticio en  la mente,

originando fuerzas,

acumulando proyectos

en los cajones celestes.

De horas que no existen.

De horas prendidas a un nervio óptico,

en fieles días.

 

 

Las horas muertas

 

Así las horas han muerto,

echando cerrojos a la luz.

Te he esperado una vida,

Delfín, o sólo pompa cálida,

en las horas de cemento que separa los días,

con ansia, en punto, a la misma hora.

 

Te he esperado sin acabar de llegar,

como se espera un beso en la mañana,

un latido al lado al fin,

una mueca feliz que rebase al monstruo del mundo.

Sin acabar de llegar,

las horas muertas esperando,

las horas de hastío a mi alrededor.

 

Así, mi sonrisa se ha dibujado un instante,

y las horas se morían en el jardín esta tarde,

de vuelta a un silencio que provenía de los muebles

y la alegría se reclinó sobre mi hombro,

peso ingrávido, de calor maternal…

Así las horas de miedo, hoy han muerto.

 

 

El amor que osa decir tu nombre, desconocido

 

Dar un paso,

cruzar esta sala inmensa,

que anhela figuras como pompas de aire.

Estar en calma, renacer a tu lado,

envuelto entre sones pausados,

disfrutando las cordilleras transparentes.

 

Tu torso desnudo,

a la luz cómplice del ébano,

en una languidez de belleza cuajada,

donde la tibieza terrenal nos asuma,

donde una gota de tu sudor,

 es un destello mágico,

que mi lengua capturará…

y se da la explosión de todo.

La emanación de nuestros orígenes,

la dulce asimilación de la hermosura,

reduciéndome a humilde siervo.

 

Volver a sala,

cuando la piel se aplaque

y el viento moje los vestidos,

cuando la nieve cubra nuestras cejas,

a la espera y a oscuras, para retomar,

ávido de sorpresas el rito.

Celebrar ceremonias otoñales,

recién  bañados en vino y rosas,

en balnearios naturales,

donde nuestra prominencia ocre-áurea,

rebose de voluptuosidad vegetal

y de ocasos dulcísimos.

 

Dar un paso cada tarde,

para no salir de esta sala,

donde no nos abrumen

ni mosquitos,

ni deidades…

 

 

Decadencia

 

La calma salpicaba mis pies ayer,

cuando oí de una voz desconocida,

caer monótona la última sentencia,

a bajo volumen, como agotada en un tintero.

Y hallé, cubierta de intenciones,

nuestra propia decadencia,

reanudando otra jornada.

 

Has ofrecido la mano,

y hubieras ofrecido tu alma,

de no ser por la excusa de siempre:

la puntualidad y la coherencia.

 

Te ofrecí el mar, el tiempo preciso,

pero algo dictado en tu mirada,

destruía mi buena disposición sin fines.

Te pertenecía el tiempo

que transcurre en tertulias formales.

jamás en callejones pestilentes.

Las resacas diarias y discretas

te han destrozado la visión de la realidad,

los horarios muertos y el jazz de cada noche,

te han confundido la cocina con el retrete.

 

Pompas gélidas  hubiera arrojado en tu espalda,

para mitigar tu mediocridad cargante,

nunca para que malinterpretaras una tentación.

Te hubieras dormido largo y tendido,

de no ser por el sol, dijiste,

¿De no ser por qué?

Yo no hice sino perder kilos escuchándote,

por tener la osadía de mencionar un brindis

y tomarme, a tu salud, el orgullo.

¿Dónde hemos quedado? –preguntaste-

Cerré la ventanilla y aceleré.

Eso fue ayer y antes de ayer, lo de ayer…

 

 

La garza rosa

 

Sé que es en tus cálidos ojos

donde hallo tiempo suficiente,

para estudiar las cosas.

Los llanos son tu vientre,

hacia donde me estiro y cuento rosas

en la circunferencia astral,

antes de morir en la casa abandonada.

 

Y la garza rosa de tu mirada,

que no sucumba en el camino,

que no se inquiete en el duelo.

Porque Dios te guarda,

Dios, con esa lentitud que el aire,

tiene para llevarse viejas hojas.

 

La garza rosa se inclina,

me echa su aliento y me dice…,

pero no comprendo su lengua,

y entonces, me ofrece una ramita verde

prendida de su pico, que sabe a menta.

 

La garza rosa se esconde

en el croquis de un mapa desgastado,

señala un puente, con tus brazos estirados,

frontera contra mi pecho,

de apariencias vegetales.

 

Sé que es en tus cálidos labios

donde mis promesas bogan en calma,

al fin materia, dura simiente anclada.

Y los locos gritando obscenidades por la calle.

Mientras la garza rosa de tu mirada,

entra por mi norte,

y conquista mi suroeste.

 

 

Palabras

 

 

Temblor sentido en un instante.

Conozco la ignorancia de un cuerpo virgen,

y el temblor sentido en ese instante.

Conozco el miedo, pan y leña de la infancia,

y el temblor sentido en un instante.

Sabemos que hay impulsos, indiscreciones,

ríos, persistencias, obsesiones y tragos largos.

Y el temblor.

-Palabras que cortan el aire-

 

Sabemos lo que nos mueve sin llegar a pronunciarlo,

y el dolor.

-Palabras que se pudren en el pecho-

Sabemos lo que levanta pasiones y seseras,

y el clamor.

-Palabras que estallan en la sien-

 

Sabemos lo que escurre como un pez y la materia,

y el sopor.

-Palabras vacías desde un precipicio-

Sabemos lo que inunda los pozos ya desbordados

y el valor.

-Palabras respiradas de otro aliento-

 

Hemos llegado a dar un paso incierto,

en el intento de romper el temor,

 cayendo, rodando y temblando en un instante.

Hemos querido ver e indagar más,

palpar el hueco de evasión, sin entorpecer,

no querer saber nada después.

existir apenas,

tras el temblor sentido ahora.

 

Sabemos que el viento arrastra

las palabras que faltan,

y las que no escribiste siquiera…

Y el temblor sentido en un instante.

 

 

El río Avon

 

Los hombres nos besaban en los labios,

temblando sobre la hierba,

temiendo otras intenciones.

El río callaba sin guirnaldas en la orilla,

en silente atardecer.

Con la caricia ajena de los tejados en mi espalda.

 

Entre mis manos un cuaderno,

como débil lámina de susurros.

Los patos huían hacia un fondo de manto gris

que se estiraba sin límites, hasta la arboleda pálida,

que abrigaba el roce doliente y viril de los álamos,

sobre la tarde que cuajaba, tan hermosa, mi mirada.

 

Al final, nuestra compañía era inigualable,

estábamos más que solos, tan solos…,

separados por tantos años y sueños que…;

pero era una soledad mutua, perfecta,

sin las manos mustias del desamor aún.

 

Los hombres besaban las estatuas llovidas y verdes,

abandonadas sin la sabia y la sangre,

y el río nos besaba a todos los paseantes,

brisa amable que desconoce el pudor.

Nos besaba en los oídos,

y besaba a los álamos, a los patos,

y al verde cálido de la explanada.

 

 

Esto

 

Tengo el sueño de una roca,

y no luego, despertaré.

Por las anchas avenidas,

los corazones injertados

latirán sin miedo esta vez.

 

La cola de admisión al privilegio del trabajo,

adormecerá a los acorralados sin títulos.

En tu armario, esta noche, mi guitarra

tendrá una obertura en sí-bemol,

y no renunciarás a la oferta.

 

Tengo el sueño que no vence,

y no luego, para amarte:

absorber el aire que derrochas por tu casa,

abrazar la arruga de tu cuerpo ausente,

acurrucarme en tu cama,

 oliendo a todo lo tuyo.

 

Por los días tachados de tu agenda,

sé que un perro orinó en un asunto serio.

Por tu desnudez que aspira conformarme,

con todo esto.

Esto,

 sin que me cubra de placeres y jactancias.

Esto,

 sin pretender ya jamás lo otro.

Esto que me muestras como selva virgen,

y no soñar en vano por lo ajeno.

 

 

El miedo tan cerca

 

 

Ni siquiera tengo el soplo que abriga

y protege los párpados del temor a despertarte,

a descubrir tu desnudez,

entre las sábanas padecidas y ondulantes.

Ni siquiera tengo el minuto,

ni el tacto o roce tibio que eriza el vello,

que te separa los brazos y te somete

al gozo intenso o volcánico.

 

Amor, la soledad se quiebra,

y no deja restos ni anhelo en las paredes,

sólo un clamor vencido que se vuelve  frío,

y es madera, es cemento, es final,

donde los cuerpos se torturan,

por descuido fugaz del tiempo,

capaz el tiempo de hundirte

en el cuenco de su hoguera.

 

El dolor se nutre de ti, y se hace fuerte,

conformando el deseo con rutina,

y tratando a la voluntad con hastío.

Los propios sueños riéndose de ti…,

que no te encuentran.

 

Las habitaciones son enormes espirales,

junglas con leones en maletas,

pasillos de helechos que te enredan,

cuadradas formas que te derrumban y aplastan.

 

Amor, la oscuridad es  vacío,

es presagio, prisión de notas repetidas

e interminables que ensordecen.

Amor, la ternura está lejos,

y el miedo tan cerca,

tan cerca que hasta mis manos temen

el cansancio que las vence.

Amor, y miedo de los sueños.

 

 

¡Dame un susto!

 

Me río ahora.

Me cuelgo sobre el pecho la insignia,

que nos identifica.

Tomo un poco de aliento,

salgo a la calle, respiro y huelo.

Temo no encontrar

el regazo necesario,

la hora exacta,

el lugar idóneo.

 

Dame un golpe en el hombro,

si titubeo, anímame.

Dime que el sol se pone

si es cierto.

 

Me cuelgo sobre el pecho la ofensa,

grito los pecados

que no confesaría jamás.

Retiro de mi faz el miedo

por penúltima vez,

escupo óxido secreto,

pero exhalo, respiro, resuello…

 

Dame un beso en los labios

si no me olvidas ahora.

Si no lo vas a hacer…

Cuéntame cómo escapar

ajeno a este juego imparcial,

donde no sé,

que ha sido de mi papel.

 

Dame un susto.

Hazme reaccionar.

 

Lo que diría

 

Besando mí miedo había ido,

por fiestas y también en tardes, solitario.

Miedo de basalto y caliza porosa.

Frío acantilado entre tripas

que tienden a almacenar.

Por los callejones angostos

de un pueblo vacío, pero besándole.

 

Te diría que no existe del todo,

pero las horas corroen

y ese animal que transforma

cortinas en fuegos no está.

Llorando de nada sirve,

con ello mi miedo se robustece

y nace un silencio perro,

un halo cabe al trastero

de ponzoña y reciclaje.

 

Besando mi silencio te había amado,

derribando tus defensas y columnas,

pero aún así, las escenas eran demasiado claras,

las voces y las lenguas eran sacos abiertos

donde las culebras te ahogaban.

 

Pero no, no, yo te diría que las escenas eran claras,

que mi miedo se quejaba, excesivamente cruel conmigo,

y te diría…, sabes bien todo lo que te diría,

pero mi miedo de basalto y caliza porosa,

lo impide muchas veces,

a veces, cuando te he rozado apenas.

 

Los cachorros de la hiena han crecido,

y el miedo va envejeciendo lentamente,

entre mi cuarto y la cocina.

Besando mis fatigas he despertado,

el corazón tambaleándose de cansancio,

con mi miedo besándome en los labios sin sentirlo

por fiestas y también en tardes, solitario,

con mi miedo de basalto y caliza porosa.

 

 

Todos los días, todos

 

  I

 

Todos los días de la tierra

abierta en surcos y ventanas.

En las ventanas del día,

la luz se tronchaba silente,

en los cajones vacíos,

y en la papelera llena de testimonios.

 

Las paredes blancas de la tarde,

en la penumbra que dicta decretos,

que empañan de vaho los cristales,

acostumbrados al frío y la acritud.

 

Las blancas mañanas rotas en la cocina,

como figuras de yeso contra el suelo;

la mañana en camisón por la escalera desciende,

devota misión sin complejos.

 

Todos los días de la sombra,

alelando el sopor bajo la almohada,

y la cadena de delicias en papel ceniza,

arrastrando el miedo con zapatillas.

 

De la puesta de las noches,

un ratón podrido de la guerra,

existe al lado de millones de besos prometidos,

que aun detienen en la antesala del consejo.

 

 

Todos los días, todos

 

 II

 

El salón de los espejos recortado,

mientras alguien aplaza un juicio,

abarrotado de hachas y solapas polvorientas,

haciendo subir el termómetro de la codicia.

 

Todos los martillos de la vida,

en una estampa amarillenta,

con cielo de mayo de 1960, en Roma,

cayendo con fuerza en los tejados.

 

Casi todos los días de la tierra,

marcados con cruces e imágenes súbitas,

y por gusanos que mueren siempre a tiempo,

sin prisas ni memoria.

 

Las manos contra la pared y el día,

los pantalones caídos a los tobillos,

tocando las losas azules y amarillas.

Ascendiendo el frío amarillo y azul.

 

El muro de las horas del día, cae

para ver al fin, el cielo nítido de las noches

sin abejorros nocturnos en las cejas.

Y todos los días, todos.

 

 

De alguna manera

 

 

Ayer rodaba por la pendiente del sueño futuro,

sin saber adónde poner las manos para las caricias,

las mismas que saben herir y temblar;

y aquel montón de sensaciones que olían a muda limpia,

para luego volcar en la desesperanza, el viejo orgullo,

sembrado de rosales dolientes, en la noche más azul.

 

Hoy sé rodar como soplo empujado por el viento,

pero vuelvo a esconderme, desconfiado de mi mente.

Ayer, un gesto imprevisto era dardo certero,

hoy la estela que ilumina hace difícil seguir su rastro;

cuando se van secando los manantiales, o así lo crees,

en la sien encuentras el secreto más claro de lo humano:

la certeza cruda, frente a la razón díscola.

 

Saber que estás aquí como si nada,

porque todo tiene un fin, como piedra,

como furor clandestino que masturba

 el aire contenido y sacia en la tristeza,

como al hambriento el pan.

Para luego no acabar de pensar que mañana quizás,

esté a punto de asomar… ¿el qué?

 

El día en que cuando las ciudades se apagan,

y no acabar de encontrar la llave

para imaginar la puerta.

No acabar de encontrar vestigios,

vidas silentes, odios e imposiciones;

incapaz de girarte en la cama y mirar,

decir un no, simplemente.

 

Ayer surcaba mis laderas entre insomnios

y bebía la sombra del agua al mediodía,

deshilachado el valor frente a la duda,

el rosa de los atardeceres frente al azul nocturno.

Ayer en austera vigilia, en pleamar de deseos,

me enfrentaba con fe y miedo al todo

que todo lo engulle y lo asimila,

al sempiterno vapor que despide la verdad,

cuando estalla y nubla lo silenciado.

 

Ayer nadaba en las confusas aguas de la ilusión,

el tedio de la quimera empolvada de presagios,

la insensatez de la alegría casi ahogada,

entre evasiones primerizas, torpes y náufragas.

 

Ayer seguía estando por aquí,

sin la pasión idealizada ni la famélica razón de la cordura,

degollando sin saberlo, la virtud de amar;

hoy después de correr y caer por enésima vez,

abro la puerta sin prisa como el corazón,

o tal vez sin demasiada.

No lo sé.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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